Delante del ordenador

En vigo, hace ya algunos años

Un día más. Delante del ordenador. Programando, y pensando. Escribiendo sentencias en forma de disparates para que una torpe máquina los entienda. En las horas de la noche, donde el único ruido procede de las teclas que se desplazan soñolientas y equivocadas como una suave brisa marina sin el perfume de las sirenas, sin el golpear de las olas y sin su espuma blanca. Una música de fondo que me acompaña solitaria, que no sabe de su trascendencia ni el destino que me depara; fluyendo a su compás sin esperar aplausos, toses o aspavientos. Cansado ya de no tener una inteligencia más ligera y versátil. Harto de saber nada. Harto de usar una ayuda, que no es ayuda, sino una forma sutil, de enviarte a una librería a comprar un libro que es más inútil todavía. ¡Quién sabe! Doy un paseo, despejo la mente. Igual encuentro una mujer que me sonría cortésmente. Tal vez, la invite o me invite a un café. Tal vez hablaremos de la vida, o del tiempo: ¡Que si en verano hace más calor que invierno! Pero no. Las librerías a estas horas ya están cerradas. ¡Dios mío!, ya no pondré encontrar a la mujer de mis sueños.

¿Cuántos disparates ha de soltar un programador en un papel, para que lo que escriba se convierta en prosa, o en poesía? ¡Triste es la existencia de un teclado! Siempre golpeado. Aunque sea por los sutiles y delicados dedos de una mujer coqueta y sensual. Y aquí sigo. Atascado en un bucle cuya condición de salida no se cumplirá jamás. Pensamientos, ideas, delirios. Si, delirios, ¡Cuántas letras tiene delirios! Seis, siete, ocho, tal vez nueve. Voy a contarlas: una dos tres cuatro cinco… ¿Qué viene después del cinco? ¡Es demasiado! Tendré que apagar la pantalla; y tomarme otra buena dosis de café, en una noche solitaria, donde ni siquiera la lluvia se acerca a la ventana.

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